Enero, la casilla de salida
Aquí estamos un año más, y con cada año que pasa nuestras ganas por elaborar grandes vinos y nuestra pasión por el campo no dejan de aumentar.
Empezamos enero del 24 repletos de energía y entusiasmo, pues ¿quién, en su sano juicio, puede pensar que el mundo del vino es aburrido? ¿Quién, apasionado de este sector, no puede afirmar con total rotundidad que somos unos privilegiados al dedicarle nuestro tiempo y esfuerzo a un producto de estas características?
Viña, agua y uva, frío y calor, nieve y sequía, la tierra que mancha las manos de nuestros agricultores o el vino las de nuestros enólogos… Esto es el mundo del vino.
El esfuerzo que requiere su elaboración y el cuidado del viñedo, los puestos de trabajo que aporta a la sociedad, mantener población en los pueblos (en lugar de seguir masificando unas ciudades ya de por sí poco prácticas y extremadamente contaminantes) y la felicidad que asegura su moderado consumo. Ambrosía para simples mortales como nosotros y navaja multiusos suiza si pensamos además en sus connotaciones religiosas y su importancia medioambiental.
Finalizado ya el año 2023 y dejando atrás la Navidad (algunos incluso su significado), las fiestas y alboroto de Año Nuevo y, por supuesto, nuestros queridos Reyes Magos (siempre tan generosos para con los que nos portamos bien, o al menos no del todo mal), enero nos permite, como el Dios romano Jano que le presta su nombre, observar dos realidades: el pasado aún reciente del 2023 y el futuro ya presente del 2024 recién comenzado.
Pero en este caso no dedicaremos el tiempo de nuestros lectores a realizar un análisis exhaustivo de ambos años, sino que utilizaremos las dos caras de Janus para analizar algunos aspectos de este sector desde diferentes puntos de vista, a saber, desde dentro y fuera de nuestro ámbito.
Antes de comenzar, un aviso a navegantes: se recogen aquí opiniones personales que, en caso de no compartir, pueden ser rebatidas en los comentarios de la sección inferior e iniciar un bonito debate gracias a esa libertad de expresión educada y respetuosa que caracteriza al ser humano.
Y lo primero de lo que hablaremos en esta primera entrega de enero de nuestra “serie Janus” es… de cerveza. JA. Esto sí que no se lo esperaban.
Que conste, en primer lugar, que un servidor es apasionado del vino, pero también consumidor de cerveza pues no son excluyentes, aunque sí las considero bebidas para diferentes momentos y compañías.
Así pues, mi intención no es ni mucho menos criticar esta bebida, sino criticar una frase muy escuchada en los últimos años con pequeñas variaciones: “no me gusta el vino, pero sí la cerveza”. Y, sin ánimo de ofender a nadie, en la mayoría de los casos (me atrevería a decir que en TODOS los casos) es mentira. O, mejor dicho, no es cierto.
¿Por qué? Muy fácil. La cerveza es una bebida amarga (por no hablar de estilos como las doble IPA, donde este sabor es aún más intenso) que nadie ha disfrutado la primera vez que la ha bebido. NADIE. Llevo haciendo esta pregunta más de 5 años y todavía no ha salido ese unicornio que disfrutó su primera cerveza (haberlo haylos, seguro, pues de todo hay en la viña del señor, pero son los menos). Sin embargo, muchos HEMOS hecho el esfuerzo de beber varias hasta que nos ha gustado.
Ahora bien, son muchos los que afirman tras haber probado un solo vino que este no les gusta. Es decir, con la primera bebemos hasta convencernos de que nos gusta, mientras que con el vino no hacemos ese esfuerzo. ¿Por qué? No lo sé (aunque sospecho un conjunto de factores relacionados con el precio, nivel de alcohol y miedo: todos nos atrevemos a beber cerveza, pero pareciera necesario ser enólogo para poder disfrutar del vino, absurdez de la que hablaremos otro día). Eso sí, disponiendo de una grandísima variedad de sabores dentro del vino (como los vinos dulces-semidulces) aún menos lo entiendo.
Y siendo esta la clave, dejo a continuación mis alegatos y recomendaciones:
Prueben, caten, coman y beban todo aquello que puedan (con moderación, por supuesto, y pasado ya enero) pues uno puede perderse numerosos manjares solo por ese miedo a probar cosas nuevas o al qué dirán.
No se dejen convencer por nadie (ni siquiera por mí) y beban aquello que les gusta, pues para eso son dueños de su propio paladar. Háganlo, que para algo somos el único animal que ha transformado el trámite de cubrir sus necesidades básicas en un momento de hedonismo. Supongo que los leones disfrutan más comiendo una cebra que un jamelgo viejo, pero seguro que no tanto como nosotros cuando disfrutamos de un vino (o cerveza) en buena compañía.
Y si CREEN que no les gusta el vino después de haber probado con 18 años el vino más viejo de la bodega de su abuelo cambien primero de frase: no digan “no me gusta el vino” sino más bien “aún no he probado el vino que me gusta”. Y así, cambiada también la mentalidad, prueben nuestro Marido de mi Amiga y verán cómo les entra el gusanillo del vino en el cuerpo.
PD: sobre la necesidad ficticia e innecesaria de saber sobre un producto para poder consumirlo hablaremos otro día. Sin embargo, debido a lo absurdo que considero esta afirmación y al casi terror que sienten algunas personas al pedir un vino en un restaurante, simplemente adelanto las siguientes preguntas: ¿sabemos de cereales cuando comemos pan o galletas? ¿conocemos y diferenciamos las diferentes razas de vacuno cuando nos metemos un chuletón entre pecho y espalda? NO. Solo sabemos más de aquellos productos sobre los que, por el tremendo placer que nos generan y el interés que nos causan, hemos querido aprender. Es decir, no necesitamos saber de vino para consumirlo, solo si nos causa el suficiente interés como para aprender más cosas sobre el mismo. Y además debemos evitar a los pedantes que creen necesario explicar hasta la pluviometría de una zona para disfrutar del vino.